Tres Leyes del espíritu humano: la de pensar, la de hablar y la de obrar 
 Ignacio Agramonte
Habana, Febrero 8 de 1862.
Discurso de Ignacio Agramonte en el aula magna de la universidad de La Habana
Sr. Rector e Ilustre Claustro.
Señores:
La
 administración que permite el franco desarrollo de la acción individual
 a la sombra de una bien entendida concentración del poder, es la más 
ocasionada a producir óptimos resultados, porque realiza una verdadera 
alianza del orden con la libertad.
Vive
 el hombre en sociedad, porque en su estado natural, es condición 
indispensable para el desarrollo de sus facultades físicas, 
intelectuales y morales, y no en virtud de un convenio o de un pacto 
social, como han pretendido Hobbes y Rosseau.
La
 sociedad no se comprende sin orden, ni el orden sin un poder que lo 
prevenga y lo defienda, al mismo tiempo que destruya todas las causas 
perturbadoras de él. Ese poder, que no es otra cosa que el Gobierno de 
un Estado, está compuesto de tres poderes públicos, que cuales otras 
tantas ruedas de la máquina social, independientes entre sí, para evitar
 que por un abuso de autoridad, sobrepujando una de ellas a las demás y 
revistiéndose de un poder omnímodo, absorba las públicas libertades, se 
mueven armónicamente y compensándose, para obtener un fin determinado, 
efecto del movimiento triple y uniforme de ellas.
Me
 ocuparé de uno de esos poderes: del poder ejecutivo o administrativo; y
 solo él, porque tal es el terreno en que me coloca la proposición que 
defiendo. En ella se ha tomado la palabra administración en una de sus 
diversas acepciones, en la del ejercicio del poder ejecutivo en toda la 
extensión de sus atribuciones.
La
 divina mano del Omnipotente ha grabado en la conciencia humana la ley 
del progreso, el desarrollo indefinido de las facultades físicas, 
intelectuales y morales del hombre; y para llegar a ese fin, ciertas 
condiciones que constituyen en él deberes de respecto a Dios, porque 
tiene que someterse a ellas, para llegar al cumplimiento de su destino, 
destino grandioso, sagrado, marcado por la Providencia; y derechos con 
respecto a la sociedad que debe respetarlos y proporcionar todos los 
medios para que llegue a aquel desenvolvimiento. “Detener la marcha del 
espíritu humano, ha dicho un célebre escritor, privándole de los 
derechos que ha recibido de la mano bienhechora de su Creador, oponerse 
así a los progresos de las mejoras morales y físicas, al acrecentamiento
 del bienestar y felicidad de las generaciones presentes y futuras, es 
cometer el más criminal de los atentados, es violar las santas leyes de 
la Naturaleza, es propagar indefinidamente los males, los sufrimientos, 
las disensiones y las guerras, de que los pueblos no han cesado de ser 
las víctimas”.
Estos
 derechos del individuo son inalienables e imprescriptibles, puesto que 
sin ellos no podrá llegar al cumplimiento de su destino; no puede 
renunciarlos, porque como ya he dicho, constituyen deberes respecto a 
Dios, y jamás se puede renunciar al cumplimiento de esos deberes. Se ha 
dicho que el hombre, para vivir en sociedad, ha tenido que renunciar a 
una parte de sus derechos; lejos de ser así contribuye con una porción 
de sus rentas y aún a veces con su persona al sostenimiento del Estado, 
que debe defendérselos, que debe conservárselos íntegros, que debe 
facilitar su libre ejercicio. Bajo ningún pretexto se pueden renunciar 
esos sagrados derechos, ni privar de ellos a nadie sin hacerse criminal 
ante los ojos de la divina Providencia, sin cometer un atentado contra 
ella, hollando y despreciando sus eternas leyes. “La ignorancia, el 
olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas 
de las desgracias públicas y de la corrupción de los Gobiernos”, como en
 Francia la Asamblea Constituyente de 1791.
La justicia, la verdad, la razón, solo pueden ser la suprema ley de la sociedad; decir: “salus populi suprema lex est” es tomar el efecto por la causa. El derecho para ser tal y obligarlo, debe tener por fundamento la justicia.
Tres
 leyes del espíritu humano encontramos en la conciencia: la de pensar, 
la de hablar y la de obrar. A estas leyes para observarlas, corresponden
 otros tantos derechos, como ya he dicho, imprescindibles e 
indispensables para el desarrollo completo del hombre y de la sociedad. 
Al derecho de pensar libremente corresponden la libertad de examen, de 
duda, de opinión, como fases o direcciones de aquel. Por fortuna, estas,
 a diferencia de la libertad de hablar y obrar, no están sometidas a 
coacción directa; se podrá obligar a uno a callar, a permanecer inmóvil,
 acaso a decir que es justo lo que es altamente injusto. Pero ¿cómo se 
le podrá impedir que dude de lo que se le dice? ¿Cómo que examine las 
acciones de los demás, lo que se le trata de inculcar como verdad, todo,
 en fin, y que sobre ello formule su opinión? Solo por medios 
indirectos; la educación, las precipitaciones, las costumbres, influyen a
 veces coartando el franco ejercicio de ese derecho, que es la más 
fuerte garantía para la sociedad y el Gobierno de un Estado que se funda
 en la verdad y la justicia.
A
 pesar de que la razón y la experiencia nos demuestran que no podemos 
formarnos una opinión exacta en ninguna materia sin examinarla previa y 
detenidamente, no han faltado hombres y aún clases enteras en la 
sociedad, que con miras interesadas y ambiciosas, han querido despojar 
al hombre de esos derechos revelados por la razón a todos, pues son 
universales, y monopolizarlos ellos. En cuanto a nosotros, siempre 
diremos con san Pablo: “Examinémoslo todo y atengámonos a lo que es 
bueno”.
Consecuencia
 de la libertad de pensar es la de hablar. ¿De qué servirían nuestros 
pensamientos, nuestras meditaciones, si no pudiéramos comunicarlos a 
nuestros semejantes? ¿Cómo adquirir los conocimientos de los demás? El 
desarrollo de la vida intelectual y moral de la sociedad sería detenido 
en medio de su marcha.
De
 la enunciación de los diversos exámenes, de las contrarias opiniones, 
de las diferentes observaciones, de la discusión en fin, surge la verdad
 como la luz del sol, como del eslabón con el pedernal, la ígnea chispa.
Pero
 la verdad, se ha dicho, no siempre conviene exponerla; en realidad no 
conviene; pero es al poderoso que oprime al débil, al rico que vive del 
pobre, al ambicioso que no atiende a la justicia o injusticia de los 
medios de elevarse; lejos de ser perjudicial, es siempre conveniente al 
ciudadano y a la sociedad, cuyas felicidades estriban en la ilustración y
 no en la ignorancia o el error, y a los gobernantes cuando lo son en 
nombre de la justicia y la razón.
La
 prensa con razón es considerada como la representación material del 
progreso. La libertad de la prensa es un medio de obtener las libertades
 civil y política, instruyendo a las masas, rasgando el denso velo de la
 ignorancia, hace conocer sus derechos a los pueblos y pueden estos 
exigirlos.
No
 carece de inconvenientes la prensa completamente libre, pero ni 
contrapesan sus ventajas, ni son de tanta importancia como se ha tratado
 de hacer creer. “Se puede abusar de la prensa, dice un autor inglés, 
por la publicidad de principios falsos y corrompidos; pero es más fácil,
 añade el mismo, remediar este inconveniente combatiéndolo con buenas 
razones que empleando las persecuciones, las multas, la prisión y otros 
castigos de este género”.
También se ha dicho que puede ser perjudicial por las infamaciones; a esto respondemos con Ovidio: “Conciamens recti famae mendacia ridet”;
 o con el emperador Teodosio, en una ley que promulgó en 393, en la que 
dice: “Si alguno se deja ir hasta difamar nuestro nombre, nuestro 
gobierno y nuestra conducta, no queremos que esté sujeto a la pena 
ordinaria, marcada por las leyes, ni que nuestros oficiales le hagan 
sufrir una pena rigurosa, porque si es por ligereza, es necesario 
despreciarlo; si es por ciega locura, es digno de compasión; si es por 
malicia, es necesario perdonarle”.
Por
 otra parte, no es fácil que se expusiera un escritor a que el 
calumniado entablase contra él, ante el tribunal competente, la acción 
de calumnia, y sufrir las consecuencias.
La
 libertad de obrar consiste en hacer todo lo que le plazca a cada uno en
 tanto que no dañe los derechos de los demás. No puede darse, empero, 
demasiada latitud a esa restricción; hay casos en que, obrando 
libremente el individuo, causa un daño a los demás y a veces a la 
sociedad entera; y sin embargo, no puede impedírsele el ejercicio de su 
derecho, sin causarlos mayores atacando la libre acción individual. Así 
sucedería cuando un hombre imprudentemente invirtiera su capital en 
empresas ruinosas; en tal caso los abastecedores de un consumo sufrirían
 un menoscabo, pues que esa menos salida tendrían sus frutos; 
perjudicaría económicamente a la sociedad, porque ese capital se pierde 
para la circulación y una cantidad equivalente de industria perece. El 
único remedio a males de esta clase, es fomentar la instrucción y 
estimular los sentimientos nobles y generosos. Por punto general, nadie 
conoce mejor los intereses de uno como él mismo; y cuando la opinión 
general está bien dirigida y por la conservación de la individualidad 
tiene energía, es un freno bastante poderoso contra el egoísmo, la 
avaricia, la prodigalidad, la envidia y demás carcomas del bienestar 
individual y social.
El
 individuo mismo es el guardián y soberano de sus intereses, de su salud
 física y moral; la sociedad no debe mezclarse en la conducta humana, 
mientras no dañe a los demás miembros de ella. Funestas son las 
consecuencias de la intervención de la sociedad en la vida individual; y
 más funestas aún cuando esa intervención es dirigida a uniformarla, 
destruyendo así la individualidad, que es uno de los elementos del 
bienestar presente y futuro de ella. Debe el hombre escoger los hábitos 
que más convengan a su carácter, a sus gustos, a sus opiniones y no 
amoldarse completamente a la costumbre arrastrado por el número. Es muy 
frecuente ese deseo de imitar ciegamente a aquellos que se hallan a 
igual altura que nosotros en la escala social, cuando no en una mayor. 
De este modo el hombre libre, convirtiéndose en máquina va perdiendo esa
 tendencia a examinarlo todo, a querer comprender y explicarse cuanto 
ve, a comparar y escoger lo bueno, desechando lo malo. Tendencia tan 
natural como necesaria en él.
Así
 llega a ser capaz de grandes sentimientos, de esa voluntad fuerte, 
invencible, que se ha comparado a un torrente que arrastra cuanto 
encuentra a su paso y que caracteriza a los grandes genios. Una sociedad
 compuesta de miembros de aquella índole, en la que por la uniformidad 
de costumbres, de modo de pensar, no hay tipos distintos donde poder 
entresacar las perfecciones parciales, que reunidos en un solo todo 
pueda servir de modelo, se paralizará en su marcha progresiva hasta que 
otra parte de la humanidad, que haya ascendido más en la escala del 
progreso y de la civilización, sacándola del estado estacionario en que 
se encuentra, le dé nuevo impulso para que continúe en la senda de su 
destino. Dígalo si no la China, el Oriente todo.
Que
 la sociedad garantice su propiedad y seguridad personal, son también 
derechos del individuo, creados por el mero hecho de vivir en sociedad. 
El olvido o el desprecio de ellos, si bien no es más criminal que los 
demás, sí es más a menudo causa de revoluciones y conflictos en que a 
cada paso se ven envueltas las naciones.
Estos
 derechos, lo mismo que los anteriormente expuestos, deben respetarse en
 todos los hombres porque todos son iguales; todos son de la misma 
especie, en todos colocó Dios la razón, iluminando la conciencia y 
revelando sus eternas verdades; todos marchan a un mismo fin; y a todos 
debe la sociedad proporcionar igualmente los medios de llegar a él.
La Asamblea Constituyente francesa de 1791 proclamó entre los demás derechos del hombre el de la resistencia a la opresión...
Demostrado
 ya que el gobierno debe respetar los derechos del individuo, 
permitiendo su franco desarrollo y expedito ejercicio, creemos haber 
llenado nuestro deber con respecto a la primera parte de la proposición.
 Pasaremos a la segunda, o sea a demostrar que solo la administración 
centralizada de una manera bien entendida o conveniente deja expedito el
 desarrollo individual.
La
 centralización llevada hasta cierto grado, es por decirlo así, la 
anulación completa del individuo, es la senda del absolutismo; la 
descentralización absoluta conduce a la anarquía y al desorden. 
Necesario es que nos coloquemos entre estos dos extremos para hallar esa
 bien entendida descentralización que permite florecer la libertad a la 
par que el orden.
Frecuentemente
 se confunde la unidad con la centralización; pero la unidad es: la 
uniformidad de intereses, de ideas y sentimientos entre los miembros del
 Estado, y la centralización: la acumulación de las atribuciones del 
poder ejecutivo de un gobierno central. Las más de las veces existen 
juntas, sin embargo la Historia nos las muestra separadas en Roma cuando
 estaba en su apogeo de grandeza; en ella, al paso que sus Emperadores 
habían concentrado en sus manos todo el poder, no había unidad en el 
Imperio; y en la moderna Inglaterra, donde hay unidad de sentir y de 
pensar al mismo tiempo que descentralización administrativa.
La
 centralización limitada a los asuntos trascendentales y de alta 
importancia, aquellos que recaen, o que por sus consecuencias pueden 
recaer bajo el dominio de la centralización política, es indudable que 
es conveniente; más que conveniente, necesaria: pero es abusiva desde el
 momento en que, extralimitándose de la inspección y dirección que en 
aquellos negocios le corresponde, interviene en otros que no tienen esos
 caracteres.
Por
 fuerte que sea un gobierno centralizado, no ofrece seguridades de 
duración, porque todavía su vida está concentrada en el corazón y un 
golpe dirigido a él, lo echa por tierra. Los acontecimientos palpitantes
 aún y que han tenido lugar en Francia a fines del siglo pasado, 
confirman esta verdad.
La
 centralización no limitada convenientemente, disminuye, cuando no 
destruye la libertad de industria, y de aquí la disminución de la 
competencia entre los productores, de esta causa tan poderosa del 
perfeccionamiento de los productos y de su menor precio, que los pone 
más al alcance de los consumidores.
La
 administración, requiriendo un número casi fabuloso de empleados, 
arranca una multitud de brazos a las artes y a la industria; y 
debilitando la inteligencia y la actividad, convierte al hombre en 
órgano de transmisión o ejecución pasiva.
A
 pesar del gran número de empleados que requiere la dicha 
administración, los funcionarios no tienen tiempo suficiente para 
despachar el cúmulo de negocios que se aglomera en el Gobierno por su 
intervención tan peligrosa como minuciosa en los intereses locales e 
individuales, y de aquí demoras harto perjudiciales, y lo que es peor 
aún, su despacho, tras dilatado, es encomendado por su número a 
subalternos, cuya impericia o falta de conocimientos locales no ofrecen 
garantía alguna de acierto.
Mientras
 los sueldos de los empleados son demasiado mezquinos para sostenerlos 
con dignidad en la posición que sus funciones demandan, obligándolos a 
descuidar aquella algún tanto y recargándose con otras ocupaciones, 
aquellos por su multitud forman una suma altamente gravosa para el 
Estado.
La
 centralización hace desaparecer ese individualismo, cuya conservación 
hemos sostenido como necesaria a la sociedad. De allí al comunismo no 
hay más que un paso; se comienza por declarar impotente al individuo y 
se concluye por justificar la intervención de la sociedad en su acción 
destruyendo su libertad, sujetando a reglamento sus deseos, sus 
pensamientos, sus más íntimas afecciones, sus necesidades, sus acciones 
todas.
Lejos
 de tener todos esos inconvenientes una concentración bien entendida, 
disminuyendo el número de sus empleados, se les pagaría de un modo 
proporcionado a su trabajo y suficiente a satisfacer dignamente sus 
necesidades. Solo así podrían dedicarse exclusivamente y con entusiasmo 
al cumplimiento de sus deberes. Este es el gran secreto para que la 
administración esté bien servida, dice Jules Simon, observando la 
administración inglesa.
Estableciendo
 cierta independencia entre ellos, su dignidad en vez de humillarse 
estando sometidos a los caprichos de un superior, crecería hasta llegar a
 su correspondiente altura, con una responsabilidad legal y no 
arbitraria. Lejos de ser convertidos en máquinas de ejecución o de 
transmisión, necesitarían desplegar su actividad e inteligencia, que 
redundaría en provecho de él mismo y de la sociedad.
El
 individuo, con esta organización, podría tener garantizado el libre 
ejercicio de sus derechos contra los excesos y errores de los 
funcionarios, con acciones legales y entabladas ante los tribunales 
competentes.
Un
 código único. Arma regular y recursos financieros reunidos en la mano 
de un poder central para ser empleados conforme a la ley, sería una 
garantía bastante contra el federalismo y para repartir sus impuestos, 
administrar sus propiedades, construir sus vías de comunicación, 
gobernar, en una palabra, sus asuntos locales, que solamente ellos 
conocen y más directamente les interesan.
Si
 me fuera permitido mayor extensión yo aglomeraría más razones y los 
hechos que apoyan una concentración bien entendida del poder, porque es 
una organización dictada por los sanos y eternos principios y confirmada
 por la experiencia; pero fuerza es que concluya esta parte y lo haré 
copiando un trozo de Maurice Lachatre: “Así como los antiguos romanos no
 usaban de la dictadura sino por cortos intervalos y solamente cuando la
 patria corría grandes peligros, es necesario tener en ellos una 
acumulación tan enorme de poder, como la de una máquina que permite a un
 solo hombre atar una nación y someterla a su voluntad. En tiempo de 
paz, la centralización (limitada como lo hemos hecho nosotros), es el 
estado natural de un pueblo libre y cada parte de su territorio debe 
gozar de la mayor suma de libertad, a fin de que siempre y por todas 
partes, los ciudadanos puedan adquirir el desenvolvimiento normal de 
todas sus facultades”.
Demostrado
 que solo una administración concentrada convenientemente puede dejar 
expedito el desarrollo de la acción individual, quédalo también que solo
 a la sombra de aquella puede realizarse esa alianza del orden con la 
libertad, que es el objeto que debe ponerse todo gobierno y el sueño 
dorado del publicista, porque aquella es la representación del orden; de
 esa armonía de los intereses y acciones de los individuos entre sí, y 
de los de estos con el gobierno en su más perfecta concurrencia de 
libertad, representada por ese franco desarrollo de la acción 
individual.
El
 Estado que llegue a realizar esa alianza será modelo de las sociedades y
 dará por resultado la felicidad suya, y en particular, de cada uno de 
sus miembros; la luz de la civilización brillará en él con todo 
esplendor, la ley providencia del progreso lo caracterizará y perpetua 
será su marcha hacia el destino que le marcó la benéfica mano del 
Altísimo.
Por
 el contrario, el Gobierno que con una centralización absoluta destruya 
ese franco desarrollo de la acción individual y detenga la sociedad en 
su desenvolvimiento progresivo, no se funda en la justicia y en la 
razón, sino tan solo en la fuerza; y el Estado que tal fundamento tenga,
 podrá en un momento de energía anunciarse al mundo como estable e 
imperecedero, pero tarde o temprano cuando los hombres, conociendo sus 
derechos violados, se propongan reivindicarlos, irá el estruendo del 
cañón a anunciarle que cesó su letal dominación.
Nota
El
 Dr. Juan M Dihigo y Mestre, en su Bibliografía de la Universidad de La 
Habana (1936), nos dice que: “Débese a la bondad del coronel del 
Ejército Libertador Cubano, Sr. Francisco de Arredondo Miranda, la copia
 de esta tesis, que publicamos en la Revista de la Facultad de Letras y 
Ciencias, Habana, 1912, vol. XV, p. 28-36, tomándola del Tomo II de la 
colección de Documentos Históricos de su rico archivo de Historia de 
Cuba y cuya tesis es una prueba de imprenta, con varias correcciones...”
 En la reproducción ofrecida por la citada Revista, léese al final de la
 misma esta fecha: Habana, Febrero 8 de 1862.
Nuestro
 malogrado compañero de estudios, el Dr. Eugenio Betancourt y Agramonte,
 nieto de El Mayor, en su notable libro sobre Ignacio Agramonte y la 
Revolución Cubana, obra póstuma, que vio la luz en 1928, pone esta nota 
explicativa al pie de su reproducción del mencionado trabajo: “Este 
discurso pronunciado en febrero de 1866, lo hemos copiado de un impreso 
antiguo que conserva en su archivo histórico el coronel Francisco de 
Arredondo y Miranda”.
Ahora
 bien, en el Expediente (sic) de la carrera literaria seguida por 
Ignacio Agramonte y Loynaz en la Universidad de La Habana, consta, sin 
lugar a dudas, que el héroe camagüeyano recibió la investidura de 
Licenciado en Derecho Civil y Canónico, el día 11 de junio de 1865. Y ya
 Antonio Zambrana, en el discurso que pronunció en la velada 
conmemorativa del 400 aniversario de la muerte del insigne 
caudillo (1913), afirmó que “en uno de los ejercicios que sostenían un 
día de la semana en el aula magna los estudiantes de cada facultad, 
leyendo el elegido para el caso una disertación a que otros, también 
designados por el catedrático a quien tocaba hacerlo, presentaban 
objeciones y reparos, leyó Ignacio Agramonte... un discurso vibrante, 
eléctrico, elocuentísimo, en que, a propósito de un tema de 
administración, habló de los derechos menospreciados de Cuba y de su 
pésimo gobierno”. Es decir, que para su condiscípulo Zambrana, el 
discurso de Agramonte fue simple y sencillamente un trabajo de academia,
 una juevina o sabatina como se decía en el lenguaje de las aulas.
Hagamos
 constar, también, que inútil ha resultado nuestra diligencia por 
encontrar, entre los papeles dejados por el coronel Francisco de 
Arredondo y Miranda, el impreso antiguo a que alude Betancourt 
Agramonte, las pruebas de imprenta, a que se refiere Dihigo.
 
 
 
 
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